viernes, 13 de noviembre de 2009

"Si voy a México, ¿me cortan la cabeza?"

Frente al vacío no somos muy buenos. Es más, provoca angustia, y urge rellenarlo. Con lo que sea. Para eso tenemos las historias a la mano. O las creamos.

Salió de una fiesta; no era tan tarde. Bueno, no sé. Hasta donde pudimos enterarnos. Era su onomástico. Apareció muerto, en el arrollo vehicular. Ahí estaba. Y ahí quedó." La narración acompañada de rabia contenida: perder a un hijo, así, desata lo innombrable.

El alcalde de San Pedro Garza García, en el norteño Estado mexicano de Nuevo León, salta a la notoriedad por su bravuconería, pero, sobre todo, por haber tocado una fibra sensible de la sociedad agraviada: Mauricio Fernández, con su porte de justiciero, un poco de película setentera, habla de "limpieza", de ir "más allá de la ley", de atender las demandas de la población. Todo surge de una anécdota más: al pronunciar su discurso de toma de posesión, el nuevo alcalde informa sobre la muerte de uno de las cabecillas del crimen organizado que más azota la región y que tenía en la mira al propio Fernández. El alcalde que se estrena tiene información privilegiada: antes que cualquier otra autoridad confirma la muerte del criminal. Pero además, deja entrever en su discurso la acción de "grupos de limpieza", porque ya es hora de acabar con el cáncer de la criminalidad que azota a México. Algunas voces se manifiestan: ¡cuidado con permitir los grupos paramilitares! La razón se expresa, pero el corazón resiste: el agravio que te coloca ante el vacío no permite matices, y la promesa de mano dura ofrece soluciones inmediatas.

"Fuimos a un centro comercial, con unas amigas. A pasar el domingo, como solemos hacer. Cuando llegué a mi casa, me sorprendieron. Tres o cuatro tipos. Me llevaron. Varios días secuestrada. Lo de menos, me vejaron. Lo demás, me quitaron todo. Y ya, no queda de otra." La narración acompañada de dolor resignado; perder el horizonte, así, es indescriptible.

No es México el lugar que inaugura la retórica del hartazgo social ante la delincuencia y la injusticia; ni tampoco donde se articula por primera vez la solución inmediata de la justicia a mano propia. Cuando el alcalde norteño habla de la acción de "escuadrones de limpieza", sabe, me imagino, que toca la sensibilidad de quienes ya no desean esperar más, como ha sucedido siempre y en todos lados. En un estudio reciente, Consulta Mitofsky revela que 96,6% de los mexicanos encuestados está de acuerdo con aumentar los castigos contra el crimen; 76,6% acepta imponer la pena de muerte en delitos graves; y, de un 26,3% en 2007, ahora son 45% quienes aceptan que los ciudadanos se hagan justicia por mano propia. El tiempo parece agotarse. Si las autoridades no responden, que alguien más, con la virilidad probada, se haga cargo. Y si hay que aportar, se hace.

"Todo México necesita alcaldes como el de San Pedro, de Nuevo León, entrones y con ganas de sacar a este país adelante, no alcaldes cobardes como..." "Bien hecho, Sr. Fernández! Atender a las necesidades de los ciudadanos y cumplir las promesas hechas es de caballeros, y un caballero como usted es el tipo de políticos que necesitamos en TODO el país..." "Apoyo las actuaciones del presidente municipal, ¡muerte a los delincuentes!" "Bravo mi alcalde, ¡haga historia y quite a estas basuras de nuestro camino, estamos con usted digan lo que digan!" La narración acompañada de la víscera de la ciudadanía, para eso sirven también las redes sociales, el Internet. Perder la perspectiva, así, es simplemente peligroso.

Me toca organizar una conferencia internacional, vendrán personas de diferentes lugares. Recibo de pronto una llamada alterada: "preguntan, dice la voz, si es cierto que en México cortan cabezas. ¿Estamos seguros si vamos para allá?" Cómo explicarle que a diario circulo por la Ciudad de México, y mi cabeza está intacta. Cómo debatirle a las imágenes que llegan a través de los medios de comunicación. Cómo contrarrestar el vacío informativo de tomadores de decisión que sin duda están ganando batallas, pero que no han podido comunicarlo ni a propios ni a extraños. Llevo años viviendo en la capital de México, y nunca me ha pasado nada. Pero la narrativa que impera es otra. Comenzamos a vivir impregnados de historias de venganza.

"¡Qué bueno que este alcalde le está poniendo en su m... a las alimañas. Está en nuestras oraciones. No se deje amedrentar." "Enhorabuena, Sr. Fernández. Le deseo mucho éxito en su política de cero tolerancia." "Que se venga a trabajar al D.F.". Las comunicaciones se multiplican y las cadenas electrónicas dan voz a la inquietud ciudadana. La narración acompañada de su poder de multiplicación; reconocer la capacidad de sumar voluntades, así, es excitante.

No son, por supuesto, todas, las voces que se suman al aplauso. La mesura prevalece y hay quienes desde las tribunas más diversas recuerdan la ley y reclaman sosiego. Pero, insisto, el problema no es la razón, sino la pasión del agraviado. México pasa hoy por un momento crucial en su definición ciudadana: el reconocimiento de los límites del pulso y los espacios del discernimiento. El bravucón alcalde norteño sólo recoge una de las facetas de la historia. La otra, nos toca remarcarla a quienes aún creemos que es sólo a partir de la legalidad que se consolida la convivencia democrática. El problema sigue siendo el vacío: mientras las autoridades no convenzan con su narrativa, nos veremos obligados a inventar historias. Y entonces entran a cuadro los justicieros; y entonces el Estado se convierte en un bando más, no en el definidor de la agenda. A balazos nunca se ha entendido nadie. Sólo se mitiga el miedo. Pero, me consta, este país se merece más. Y no, si vienen a México no les cortan la cabeza.


Gabriela Warkentin es directora del Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México; Defensora del Televidente de Canal 22; conductora de radio y TV; articulista.

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