En estos días he seguido de cerca, las informaciones sobre el 'supuesto' accidente del Secretario de Gobernación mexicano, y observando con tristeza como Felipe Calderón en su discurso, nos tacha de antemanao, casi de traidores por el solo hecho, de 'exigirle' claridad ante la posibilidad de que la muerte del Sr. Mauriño haya sido un 'atentado', los calumniadores (dice el Presidente) deben callar y rendir homenaje 'a la gran labor' ejercida por Mauriño, y terminó su discurso en el campo Marte, alabando a los 'bienaventurados' que nos quedamos en la tierra (¿da por hecho que Mauriño está en el cielo?), y que tenemos la obligación y el deber de luchar contra el nacotráfico (¿fué accidente o atentado?) y los enemigos de México (supongo que somos todos aquellos, que pudiesemos estar en desacuerdo con su palabra).
Se olvida Calderón (una vez más) que la República Mexicana, es un estado 'laico', y donde la constitución del país ampara y resguarda nuestra 'libertad de expresión', porque en su discurso 'partidista' sigue neciamente con la tradición de políticos mexicanos (incluida la oposición perredista) de gobernar 'para los suyos', para 'los de su partido' y tachar a 'los otros' de traidores, demagogos y necios que no entienden que 'yo' Presidente de México, soy dueño de la verdad y nunca, nunca me equivoco.
En fin amigos blogueros, triste esta demagogia mundial que no aclara nada, que nos culpa a todos nosotros (recordemos a George Bush, si no lo apoyaban, todos eran posibles terroristas), y deja impunes, a los que al menos, tienen las manos manchadas al ejercer, la alta política.
Les dejo este texto de la periodista Lydia Cacho, que me pareció resume, en cierta manera, esta inquietud que hoy, me ha llevado a escribir este post.
Un abrazo fraterno
Dr. en Arq. Humberto González Ortiz
Barcelona a 10 de noviembre de 2008
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Se olvida Calderón (una vez más) que la República Mexicana, es un estado 'laico', y donde la constitución del país ampara y resguarda nuestra 'libertad de expresión', porque en su discurso 'partidista' sigue neciamente con la tradición de políticos mexicanos (incluida la oposición perredista) de gobernar 'para los suyos', para 'los de su partido' y tachar a 'los otros' de traidores, demagogos y necios que no entienden que 'yo' Presidente de México, soy dueño de la verdad y nunca, nunca me equivoco.
En fin amigos blogueros, triste esta demagogia mundial que no aclara nada, que nos culpa a todos nosotros (recordemos a George Bush, si no lo apoyaban, todos eran posibles terroristas), y deja impunes, a los que al menos, tienen las manos manchadas al ejercer, la alta política.
Les dejo este texto de la periodista Lydia Cacho, que me pareció resume, en cierta manera, esta inquietud que hoy, me ha llevado a escribir este post.
Un abrazo fraterno
Dr. en Arq. Humberto González Ortiz
Barcelona a 10 de noviembre de 2008
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A MANERA DE ADIÓS
Lydia Cacho
Plan B
10 de noviembre de 2008
En 2007 José Luis Santiago Vasconcelos me citó en la PGR. Por razones poco claras el procurador general le pidió que revisara mi expediente contra Mario Marín y Kamel Nacif y la consignación por tortura de la fiscal Pérez Duarte.
El fiscal con quien en múltiples ocasiones discutí casos de mujeres que albergamos en el refugio que dirijo en Cancún, me dijo a bocajarro: Doña Lydia, ya nos cambiaron el lenguaje del jurídico al político. Quedé congelada. Intentó explicarme que no estaba en sus manos, el procurador no podía abrir frentes políticos por el momento. Vaya a ver al Presidente, me dijo, tal vez así cumpla su promesa de juzgar a Marín y a Nacif. Jamás lo hice, y Calderón no movió un dedo por defender a las víctimas de pedófilos. El sistema no debería funcionar por tráfico de influencias.
De pronto comenzó a hablar de sí mismo. Me dijo que sabía lo que se siente vivir día y noche amenazado de muerte, conocer la crueldad o el odio del enemigo. Estaba cansado y frustrado, si no fuera por el éxito de algunas de las extradiciones más importantes, ya se habría dado por vencido. Quería rehacer su vida sentimental y personal. De no haber muerto, pronto celebraría su matrimonio con una mujer extraordinaria.
Cuando renunció a PGR, le pregunté al ex zar antidrogas mexicano cómo vivía con este engendro de sistema de justicia disfuncional. Me aseguró que si no fuera por los generales de Inteligencia Militar este país ya sería propiedad absoluta del narco. A él le tocaba lo peor: bregar con el crimen organizado por órdenes presidenciales y ser tratado como policía de segunda por el secretario de Gobernación y por algunos legisladores que no entienden el país que se nos viene encima. Entre el hartazgo de vivir con escoltas, dentro y fuera de su hogar, estaba contento por haber sido llamado al Consejo de Coordinación para la Implementación del Sistema de Justicia Penal. Él no creía en los juicios orales, yo sí. Me aseguró que para el crimen organizado los juicios orales serían una payasada y un peligro para los jueces. Disentimos porque no todo es el narco, dije. Miles de delitos del fuero común son juzgados diariamente sin el debido proceso, en ambientes de corrupción, ilegalidad e injusticia. Él imaginaba un país en guerra perenne contra el crimen organizado, no tenía tiempo para pensar en otra cosa. Su visión no era esperanzadora. Estaba convencido de que sin una transformación del sistema de justicia penal este país no tendría remedio. Obsesionado con el crimen organizado le urgía la construcción de un estado de derecho. Ya lo había visto todo, no creía en casi nada, en casi nadie. Admiraba el empeño de la sociedad civil, pero no alcanzaba a comprender lo que él llamaba “ingenua esperanza”. Vivía sumido en estrés postraumático y su ansiedad le llevaba a tallar sus pequeñas manos en un puño que masajeaba cuando se angustiaba. Una sola vez lo vi quebrarse, cuando murió un militar que fue su maestro y le salvó la vida.
La última vez que hablé con él me dijo que debía cuidarme, si algo me pasara sería trágico. Usted también cuídese, le dije al despedirme. Si me muero, fuera de mis seres queridos a nadie le importará mi ausencia, dijo a manera de adiós.
Lydia Cacho
Plan B
10 de noviembre de 2008
En 2007 José Luis Santiago Vasconcelos me citó en la PGR. Por razones poco claras el procurador general le pidió que revisara mi expediente contra Mario Marín y Kamel Nacif y la consignación por tortura de la fiscal Pérez Duarte.
El fiscal con quien en múltiples ocasiones discutí casos de mujeres que albergamos en el refugio que dirijo en Cancún, me dijo a bocajarro: Doña Lydia, ya nos cambiaron el lenguaje del jurídico al político. Quedé congelada. Intentó explicarme que no estaba en sus manos, el procurador no podía abrir frentes políticos por el momento. Vaya a ver al Presidente, me dijo, tal vez así cumpla su promesa de juzgar a Marín y a Nacif. Jamás lo hice, y Calderón no movió un dedo por defender a las víctimas de pedófilos. El sistema no debería funcionar por tráfico de influencias.
De pronto comenzó a hablar de sí mismo. Me dijo que sabía lo que se siente vivir día y noche amenazado de muerte, conocer la crueldad o el odio del enemigo. Estaba cansado y frustrado, si no fuera por el éxito de algunas de las extradiciones más importantes, ya se habría dado por vencido. Quería rehacer su vida sentimental y personal. De no haber muerto, pronto celebraría su matrimonio con una mujer extraordinaria.
Cuando renunció a PGR, le pregunté al ex zar antidrogas mexicano cómo vivía con este engendro de sistema de justicia disfuncional. Me aseguró que si no fuera por los generales de Inteligencia Militar este país ya sería propiedad absoluta del narco. A él le tocaba lo peor: bregar con el crimen organizado por órdenes presidenciales y ser tratado como policía de segunda por el secretario de Gobernación y por algunos legisladores que no entienden el país que se nos viene encima. Entre el hartazgo de vivir con escoltas, dentro y fuera de su hogar, estaba contento por haber sido llamado al Consejo de Coordinación para la Implementación del Sistema de Justicia Penal. Él no creía en los juicios orales, yo sí. Me aseguró que para el crimen organizado los juicios orales serían una payasada y un peligro para los jueces. Disentimos porque no todo es el narco, dije. Miles de delitos del fuero común son juzgados diariamente sin el debido proceso, en ambientes de corrupción, ilegalidad e injusticia. Él imaginaba un país en guerra perenne contra el crimen organizado, no tenía tiempo para pensar en otra cosa. Su visión no era esperanzadora. Estaba convencido de que sin una transformación del sistema de justicia penal este país no tendría remedio. Obsesionado con el crimen organizado le urgía la construcción de un estado de derecho. Ya lo había visto todo, no creía en casi nada, en casi nadie. Admiraba el empeño de la sociedad civil, pero no alcanzaba a comprender lo que él llamaba “ingenua esperanza”. Vivía sumido en estrés postraumático y su ansiedad le llevaba a tallar sus pequeñas manos en un puño que masajeaba cuando se angustiaba. Una sola vez lo vi quebrarse, cuando murió un militar que fue su maestro y le salvó la vida.
La última vez que hablé con él me dijo que debía cuidarme, si algo me pasara sería trágico. Usted también cuídese, le dije al despedirme. Si me muero, fuera de mis seres queridos a nadie le importará mi ausencia, dijo a manera de adiós.
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